06 marzo 2007

No sólo Dorian Grey

Derechos y Humanos


Visto desde el Siglo XXI, la brutalidad masiva del régimen nazi aparece como aberrante, antinatural. La figura de Hitler adquiere ribetes monstruosos: un personaje siniestro, singular, nacido de los infiernos, que con su prédica falaz, engañó al mundo y en nombre de sus ideas retorcidas, puso en marcha una máquina de matar.
Pero no es así. Hitler no es una digresión, una excepción a la tranquila racionalidad de la sociedad alemana de 1920-30. Hitler emerge en esa sociedad porque resume las tendencias que la recorrían, Hitler sólo estimuló esas profundas inclinaciones y resumió el imaginario que representaban.
La idea de la supremacía de la “Raza Aria” no fue un invento de Hitler. El Nacional Socialismo le puso palabras a lo que muchos sentían como una verdad irrefutable y describió sucintamente a los enemigos que todos habían elegido previamente para proyectar sus miedos y frustraciones. La construcción de un origen mítico en donde la “Raza Superior” tenía la misión inevitable de dominar al mundo por siempre jamás, no se gestó en un día: el concepto de “Raza Superior” nombró (hacer ver según Roland Barthes) un proceso que ya existía. Hitler proviene de esa sociedad, no era un monstruo, era tan humano como esa sociedad alemana a la que sedujo con sus discursos y la sociedad alemana se dejó seducir por Hitler. Sin este doble juego, ni Hitler, ni el Holocausto hubieran sido posibles.
Con la Dictadura Militar que tomó el poder en Argentina el 24 de marzo de 1976 tuvo lugar un proceso similar.
Las prácticas represivas instituidas por la dictadura no provienen de una delirante concepción del mundo sostenida por la Junta Militar de Gobierno. No eran los presupuestos sostenidos por el gobierno de facto, extraños y desconocidos para el resto de la población. Los represores, mal que nos pese, surgieron de las entrañas de nuestra sociedad y expresaron (o encarnaron si tenemos pretensiones estructuralistas) procesos político-económico-sociales que estaban presentes y en marcha (y por desgracia, aún están vigentes) en la sociedad de base. Los represores no son alteraciones ajenas al devenir histórico “normal” de la sociedad, no rompen con una pretendida continuidad, al contrario, la confirman.
El sustrato ideológico de la dictadura se puede rastrear en el tiempo con mucha anticipación, las prácticas represivas tenían nutridos antecedentes desde el siglo XIX. Por otra parte, la apelación a los militares para restaurar el orden se repitió insistentemente a lo largo del siglo XX. La imagen de “reserva moral de la nación” que se adjudicaba a las Fuerzas Armadas operaba (y opera) sobre la opinión pública.
El silencio masivo que mantuvo un amplio sector de la sociedad argentina frente al accionar represivo tuvo su origen en el acuerdo tácito sostenido por gran parte de la población, acerca de la legitimidad del gobierno militar, un acuerdo que incluía hacer la vista gorda ante los métodos de ese mismo gobierno. Hubo una sensación de alivio frente a la asunción de la junta militar de gobierno, ante el peligro de perder privilegios, ante la percepción de que no había control alguno sobre la vida institucional, el gobierno militar aparecía como la única alternativa. Ésa aceptación previa fue fundamental, porque produjo la no resistencia.
Ni engaño, ni traición, ni seducidos y abandonados. Había sí, conciencia previa y un pacto latente sobre la necesidad de emplear métodos “no ortodoxos” en la “guerra contra la subversión”, por lo que cualquier camino a tomar era válido a priori. Y pocos pusieron en duda que hubiera necesidad de “restaurar el orden”, delegaron con displicencia el poder en manos de los militares y se fueron a dormir tranquilos.
“-Yo no ando en cosas raras” decían para denostar a los que desaparecían porque “-Algo habrán hecho”.
Y sí, algo habían hecho: luchar de una u otra manera por un proyecto de sociedad inclusiva, integrada. Cuando fueron exterminados (según indicaciones del decreto de lucha contra la subversión firmado por María Estela Martínez de Perón) se pudo imponer un proyecto de sociedad de exclusión impensable antes de 1976, un proyecto que todavía continúa en vigencia.
Ésta es una de la razones por las cuáles la Sociedad Argentina ha rehuido por años a reconocer la verdadera naturaleza del régimen militar: admitir el acuerdo, la anuencia tácita, implica admitir la propia responsabilidad, admitir que los monstruos se parecen demasiado a nosotros, que el espejo nos devuelve una imagen insoportable.
También esa memoria distorsionada, permite con alegre facilidad, configurar una y otra vez enemigos, supuestos o imaginarios (hay una sutil diferencia entre ambas categorías) en donde descargar la responsabilidad por la sociedad que construimos y no estamos dispuestos a cambiar: piqueteros, chorros, negros de mierda, son las figuras lingüísticas más utlizadas actualmente y hay también entre los que usan estas palabras un acuerdo tácito acerca de que con “esta gente” hay que usar mano dura, en tanto, tienen la culpa de todo o casi todo: “Hay que matarlos a todos”, “les pasaría con el auto por arriba”, “vayan a trabajar muertos de hambre”, también son ahora frases cotidianas.
Memoria distorsionada de una sociedad que se sigue creyendo “derecha y humana”.

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